El Disfraz de Kon-Iraya

Hay muchas historias que nos cautivan, pero cuando estas historias son relacionadas con el pasado de nuestra cultura, con nuestras raíces, nos deja un profundo sentimiento de unión hacia nuestros cimientos. Estas son precisamente las leyendas, y hay una muy poco conocida -la cual proviene de la sierra central peruana-, que ahora me complazco en compartirla, y comienza de esta manera:

El dios Kon-Iraya (que es el mismo Wiracocha) un día decidió tomar forma humana para probar el corazón del hombre. Gente de todo tipo habitaba la Tierra: ambiciosos y humildes, soberbios y sencillos, embusteros y sinceros… Wiracocha deseaba saber hasta que punto era capaz de llegar el egoísmo del hombre, y siguiendo este ideal vino aquí a la Tierra; ocultó su divinidad bajo el disfraz de de un mendigo despreciable, físicamente abominable, vistiendo harapos y con un saco viejo, tan maltrecho y desgastado como lucía el mismo Wiracocha… ¡Limosna!, exclama el dios, sin embargo, la gente, impávida, continúa su camino. ¡Limosna!, nuevamente, pero los hombres ricos están tan ocupados que incluso sienten molestia por la presencia de semejante piltrafa. Hubo gente sin corazón que, tomando a la mala su aparente frágil cuerpo, lo echaron de la ciudad con insultos y golpes grandemente ofensivos.

Allí, en medio del lodo, Wiracocha recordaba con ira a todos los que lo trataron mal, maquinando una sentencia para ellos. De pronto sintió una cálida mano que trataba de incorporarlo, era un labrador, que dejando a un lado sus ovejas, intentaba auxiliarlo. Lo invitó a su casa, a ofrecerle agua para su bascosidad y comida para su hambre. En la mañana, antes que rayara el alba, Wiracocha salió y bendijo sus campos; una sola palabra bastó para ordenar la tierra a su antojo, hizo fructíferos sus suelos, desde ahora sus cultivos serían la envidia del pueblo. Así recompensó Wiracocha a este buen hombre, que bien merecido se lo tenía.

Prosiguió su camino, andaba de pueblo en pueblo, bendecía a quien lo recibiera y maldecía quien lo despreciara, más que maldición eran sólo pruebas para que aprendiesen la lección y dejen a un lado su egoísmo.

Habiendo terminado todo su recorrido y luego de haber visitado hasta el último lugar de su pueblo, se reveló a los hombres como el dios que realmente era, su hermosura fulguraba, y sus trajes brillaban a la par con su rostro. Allí comprendieron los infieles su falta y se avergonzaron hasta lo sumo, y al unísono veneraron a su dios cubriéndose el rostro y postrándose a tierra, sin poder mostrar aun así su indescriptible sentimiento de desprecio a sí mismos; mientras el resto daba alabanzas a su nombre, todo al final fue regocijo porque su dios fue glorificado.

Curioso es saber que la lúcuma, producto propio de nuestro país, y que tenemos el privilegio de ser uno de los únicos productores de este maravilloso fruto, haya trazado su paso en la historia de manera muy semejante a esta pequeña leyenda. Cuando los españoles llegaron al Perú, no se sintieron atraídos por la lúcuma, es más, la llamaban “alimento de indios” de manera despectiva. Sin embargo, en el siglo XX se descubrió su enorme potencial para la repostería, siendo ahora uno de los productos más demandados en el mundo por su sabor, y no sólo por eso, pues también posee propiedades que benefician al cuerpo humano. Sin duda todo un dios que estaba disfrazado de mendigo.



Firma: Jorge Ucedo Huanca

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